Hay anécdotas que me avergüenzan a la par que me divierten que (casi) me matan.
Aquel día que me estampé en una urbanización con 15 años porque pensé que lo más inteligente sería conducir mi moto hacia la piscina comunitaria, a unos escasos 10 metros, comiendo pipas y tras el desmayo por impacto, abrir un ojo y encontrarme rodeada de los chicos más guays del momento, mega asustados, y soltar algo como que si me había muerto, seguro que debía estar en el cielo (esta semana tuve que recordar semejante bochorno al preguntarme la osteópata si alguna vez me había roto algo).
También mi primera vez viendo una Zarzuela y por aburrimiento, tenía 10 años ¿vale?, jugar desde el anfiteatro a escupir pero justo a tiempo de la caída sorberlo -lo sé, es repugnante- con la mala suerte de un desliz y venir el acomodador a ver quién había sido, ante la indignación de mi abuela alterada que ni el caso Dreyfus. J’accuse! (al llegar a casa y con el cargo de conciencia propio de haber ido a un colegio de monjas, confesé el ultraje).
Y otra de estas, quizá una de las que más me sonroja pero que me saca una media sonrisa: tras obsesionarme compulsivamente y ya mayor de edad con Descubriendo nunca jamás, salir de una discoteca de Madrid hoy muy snob, subirme a un coche y gritar bien alto a dos pobres amigos: «Do you believe in fairies???!!», y decidir no bajarme hasta que empezasen a aplaudir como locos.
Lo hicieron. Unos santos o lo más sensato para evitar la noche en el calabozo o, mucho peor, que llegase el propietario del coche. Dos pacientes y buenas personas, a los que afortunadamente puedo seguir llamando amigos, y a quienes aquella noche se les encendió en su interior algo nuevo y desconocido pues desde entonces, siempre que podemos y a escondidas (tenemos Linkedin con cargo en inglés y esas cosas), jugamos a pasarnos un micrófono invisible desde cualquier lado de la pista, barra, boda y uno a punto de cumplir los 40.
Y a mucha honra.
Me niego a aceptar que la fantasía, el mundo de Guillermo del Toro, de Amélie, de Big Fish, de voz en off en la vida real, tenga que acabar el día en que te enteras que no hay un ratón que quiera tus dientes o que en una noche no se puede llegar a todas las casas del mundo y menos en camello.
Como recomendó un cura en un sermón y creo que cada uno entendimos lo que quisimos: hay que ser un poco borrachín como lo era su hermano Miguel. Un poco tontuno, un poco infantil, inocentón, dejar que la imaginación cruce de cuando en cuando sus límites. Porque quizá la calle Alcalá llega hasta Henares; si pones mucha espuma en el baño, ojo que los tiburones pueden salir por el grifo; que mi prima se pasó un año congelada como Disney por haber tocado un poste de luz en un paseo por el campo (realmente estuvo un año interna); si al pedir un tinto, pides un marqués, puede que aparezca; que robaron en su casa y se llevaron toda la cubertería de plata, salvo los de pescado porque no sabían para que eran; raros encuentros con la cuadrilla de un torero en mitad de la autopista y que los besos de esquimal, de mariposa, además de decir cosas al oído y en modo secreto, aunque sea lávate los dientes, hace todo mucho más especial y me atrevo a decir sensato cuando puede que esta tarde alguien pulse el botón y nos vayamos todos definitivamente al carallo.
Desde que nacieron, me encanta llevar a mis hijas al Retiro a la zona de los pavos. Sus curiosos cantos (los de los pavos) me transportan a la película Up y reconfirman mi teoría de que mezclar un parque público y el asfalto de la capital con unos majestuosos pavos reales campando totalmente a sus anchas, es una idea surrealista, posible, loca y GENIAL.
Me gustaría enterarme de a quien se le ocurrió, conocer la historia y que mis hijas añadiesen convencidas que solo sus padres podían abrir las puertas para verlos. ¡¿Cómo?! Cosa que simulamos el primer día haciéndonos pasar por el de los palacios de Roma en La Gran Belleza y que ahora no nos queda otra que mantener.
«¡Oh no! ¡Nos las hemos olvidado!», cuando el alcalde cierra, con buen criterio pero jugándose nuestro voto, por lluvia, tormenta, Filomenas varias más de tres veces al mes.
Así, temo el día en el que en el colegio les digan que sus progenitores no son ni maestros de llaves, ni ladrones de guante blanco. Que no abrimos ninguna puerta del Retiro. Que si son tontas. Hasta entonces, nada me gusta más y sospecho que a ellas también -en el fondo saben que ese llavero del pompón rosa también abre el portal de casa- que los nervios de llegar a los pavos, unos días entrar y otros observarlos desde la barrera, confiando en que lo que suena en el bolsillo de su padre o de su madre concuerde con el ojo de la cerradura servirá para llegar a la segunda estrella a la derecha y luego todo recto hasta el amanecer.
- «Mamá, ¿has traído las llaves?».
«No vemos las cosas tal y como son sino tal y como somos», Anais Nin
Como me ha gustado hoy tu post alicia!! Gracias
Qué importante es... "Children are, and this can’t be said enough, idiots, which is why we don’t let them cross the road by themselves, but they are also talented fabulists who have little trouble believing in their own inventions. Artists somehow keep a channel open to endlessly malleable brain of their early years. They can sink into a determined stupor at will, although even for them, this ability becomes elusive later in life" (Ian Leslie, Creativity Needs Stupidity). Genial post Ali!