I. El otro día (muletilla que se puede usar para referirse desde antes de ayer hasta hace dos años) fui a limpiar el coche después del trabajo. Llegué, elegí la modalidad que me interesaba, pagué, me puse a la cola, me bajé para que pudiesen empezar y volví a subirme para entrar en el túnel final de lavado. Una vez al volante, detecté en el asiento de al lado un palo negro no identificado. Al terminar el ciclo de prelavado, lavado con jabón, enjuague y secado y, por tanto, estar ya al final de la cinta transportadora, abrí la ventana para dar las gracias, despedirme y devolver aquel objeto que intuía de limpieza que me habían dejado por error dentro del vehículo.
- «Muchas gracias. Tenga», sacando la mano por la ventanilla.
- « Señora, es su antena», me respondieron.
Me puse roja como un tomate y traté de mantener la compostura como si lo supiese perfectamente y hubiese sido un desvarío mental. Pedí, por favor, si me la podían colocar. Salí de ahí, me dio la risa floja y se lo conté a todo el que me crucé aquella tarde. «No sabes lo que me ha pasado» pero solo a mí me hacía tanta gracia.
II. Cuando aún había sitios en los que solo se podía entrar con chaqueta y el maître se hubiese desmayado al ver a alguien comiendo con la gorra puesta, dos amigos, siendo unos pipiolos, aprovecharon el primer sueldo de big four para ir un fin de semana a Nueva York a tomarse la botella que un amigo del padre de uno de ellos, le había regalado al nacer. Así aparecieron en el 21 Club a tomarse el cognac de regalo que llevaba esperando ser bebido 22 largos años. Llegaron, formalmente vestidos, tal y como exigía el restaurante, habiendo dejado los pantalones pitillo en el hotel con los que luego querían quemar la ciudad, y siguieron al camarero en un disconfort total a su mesa. Como la canción de Burning, ¿qué hacían dos chavalines en un sitio como ese? Rodeados de la crème de la crème neoyorquina, cenaron muy incómodos y cuchicheando hasta que llegó el momento más esperado de la noche.
En el momento de los postres, el sommelier que estaba atacado por, ¡por fin!; poder abrir esa maravillosa botella de cognac que más bien parecía de piratas del Caribe del polvo y telarañas que tenía, se dispuso a hacer todo el ritual propio de una botella del año de la tana (las tenazas, el degüelle, el contraste del calor y el frío…) y sirvió las dos copas.
Sin haber dado un primer sorbo, solo el olor de la copa casi tumba a los amigos por lo que decidieron pedir un poco de hielo. El sumiller, a punto de darle un ataque, se acercó a la mesa y dijo por todo lo alto para que todos lo oyeran:
- «You will deeeeestroyyyyyy it!!!!!!!«».
Mis amigos, con tal de no ofender a ninguna persona más de los allí presentes, se bebieron no solo una, si no dos copas al ser ofrecidos un refill que era todo menos de su agrado. Aquella noche, pitillos ya mediante, llegaron al garito y lejos de tratar aparentar con los españoles ser los más guays de la ciudad habiendo cenado en uno de los más clásicos y exclusivos restaurantes, dijeron al unísono: «No sabéis lo que nos ha pasado».
III. El día en que descubrí que el frío no adelgazaba tras varios meses durmiendo con la ventana abierta en un internado en Inglaterra -con la inmadurez e inseguridades propias de una recién adolescente- y, por tanto, podía dejar de cogerme pulmonías.
La noche en la que decidí poner en práctica mis años en un colegio bilingüe y pedir mi plato en francés, en un bistrot de Burdeos, ante la cara de asco del camarero que no entendía como alguien que elegía hígado de pato podía quererlo saignant (poco hecho).
Esas anécdotas que me avergonzaron a más no poder pero en las que ahora pienso y me pongo de buen humor.
Y es que siempre me ha gustado la gente capaz de reírse de uno mismo. Por eso pienso que me divirtieron mucho Los asquerosos, El informe Penkse, Casas limpias, El descontento y Sin noticias de Gurb, libros seguramente escritos por personas que podrían haber sido los guionistas de Girls, Paquita Salas, The Office, Seinfield y Cómo conocí a vuestra madre. Me gusta su forma de transformar el pudor en risa, quitándole hierro al asunto y compartiendo sus historias para no contar pero que, ¡os lo ruego!, se han de contar.
IV. Anoche volvía de una cena en una casa pensando en la tarta que el anfitrión había hecho para la ocasión y además por el cumpleaños de uno de los allí presentes. La tarta estaba buena pero cortarla era misión imposible, la galleta estaba dura como el cemento. Nos la pasábamos a ver si alguien conseguía cortarla sin que el maestro repostero se percatase pero era difícil no darse cuenta. Al ver los problemas, se empezó a reír descontroladamente, al parecer nunca deben hacerse tartas a ojo, y contagió tanto el ambiente que a todos, que además habíamos cenado debajo de una madre selva simulando no mojarnos con la tormenta que hubo ayer de verano, nos entró el pavo y desde aquel momento cualquier chorrada, anécdota, chiste nos hacía gracia.
Reírse de uno mismo es reírse a lo grande. De dolor de tripa, de hacerse pis. Pasa a los anales de la historia. Está a la altura de las mariposas en los enamoramientos y de la adrenalina ante un triunfo o reto. No hay nada mejor y, sobre todo, dice mucho sobre la persona. Pasas a ser como Hugh Grant recordando su carrera al entregarle el Oscar honorífico a Richard Curtis o como deben ser los libros según Ken Follet: gente easy to read, difficult to forget.
V. El otro día (muletilla que se puede usar para referirse desde antes de ayer a hace dos años) escuché sobre el fenómeno taste freeze que explica que a los 33 ya tienes tus gustos musicales hechos y el explorar otros géneros ha terminado.
Creo que a mí me empieza a pasar esto con las personas, si las veo incapaces de reírse de sí mismas, denoto una oscuridad que me da pánico, qué ocultan, por qué tanto misterio, y me veo susurrando borderías y altividades y prejuicios varios que luego jamás digo aun pensando en emular al sumiller del 21 Club.
A estas personas: si saben contar, que no cuenten conmigo. A los otros: Si saben contar, ¡por favor, cuéntenlo! Nada mejor para el finde que una quedada de amigos que arranque con un «No sabes lo que me ha pasado…».
Importante saber reírse estando solo. Y ya si es de uno mismo, mejor . Yo si me hago gracia a veces.
Es buenísimo alicia!! Sigue cada viernes!!